zofia beszczyńska

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Una corona de ramas

Un rey que se llamaba Alejandro vió una vez a una muchacha muy bella paseando por el bosque.Tenía el pelo marrón, los ojos verdes y las mejillas sonrosadas. Se llamaba Leticia y era un hada. Alejandro se enamoró de Leticia y Leticia de Alejandro. Al poco tiempo se casaron y el hada se fue a vivir al palacio del rey.
Pero aunque todos intentaban hacerle la vida agradable, aunque le traían el desayuno a la cama, aunque llevaba vestidos de seda, zapatos de raso y una corona de oro en la cabeza, no se sentía bien allí. El rey estaba ocupado muy a menudo en asuntos importantes y ella se aburría entre los gruesos y fríos muros, sin pájaros, sin animales, sin los árboles del bosque.
Salía unas veces a la terraza, otras al jardín para admirar las flores y las maravillosas fuentes que había, intentaba incluso hablar con las mariposas pero era inútil: echaba de menos el bosque. Empezó a hacer escapadas hasta allí, cada vez más largas y más largas hasta que desapareció.
El rey la llamó y la buscó, pero no sirvió de nada. Aparecía solamente por la noche, le acariciaba la cabeza, le contaba cuentos y al mañana siguiente no quedaba ni rastro de ella.
Una mañana Alejandro encontró entre las sábanas un hatillo en el que había una niña pequeña, toda blanca y ligera como una pluma de paloma. Por eso la llamó Pluma. Desde entonces Leticia venía por la noche también para verla a ella. Le contaba cuentos, le acariciaba la cabeza, la besaba y seguramente también le enseñaba un poco de magia: Pluma tenía siempre sueños muy bonitos, de colores.
La niña no se aburría nada en el castillo. El rey y los cortesanos le concedían todos los caprichos. Le compraban chicle, patatas fritas de bolsa, cola para beber y cintas de video de dibujos animados. En el jardín del castillo le construyeron un parque de atracciones y un zoo. Tenía bicicleta, patinete y patines y muchísimas cosas más, y tomaba helados para desayunar. Todos a su alrededor la mimaban de tal forma que seguramente se habría convertido en la niña más insoportable y más maleducada del mundo de no haber sido por su madre-hada. Siempre iba por la noche a verla, a susurrarle al oído un poco de todo, gracias a lo que Pluma siguió siendo una niña simpática, sensata y nada de nada consentida.
Pero un día apareció en el castillo un caballero de armadura, negra como el carbón, pesada como el plomo.
– Vengo a pedir la mano de tu hija – le dijo al rey.
Alejandro no daba crédito a lo que oía.
– ¡Pero si solo tiene siete años! – exclamó.
– No importa – contestó el caballero. – A mí no me molesta. Y si no aceptas, te quemaré el castillo y morireis todos.
– Vuelve mañana – le dijo el rey para ganar tiempo.
Pluma había escuchado detrás de la puerta así que sabía lo que ocurría y el rey ni siquiera fingió que se enfadaba con ella.
– Tú misma has visto que no hay salida – le dijo. – Porque además el castillo está encantado y si el caballero negro lo quema, moriremos no solo nosotros sino todo el reino.
– No te preocupes, papá – le consoló Pluma. – Ya se arreglará, además no soy tan pequeña.
Metió en una mochila los patines, unas cuantas bolsas de patatas fritas, chicles y tres avellanas del árbol que crecía bajo su ventana. Besó con cariño a Alejandro y a los cortesanos, saltó a caballo a espaldas del caballero negro y partió.
Viajaron y viajaron hasta que llegaron al desierto. En el centro se alzaba un enorme palacio de aire.
– Hemos llegado – dijo el caballero. Saltó del caballo y le tendió la mano a la princesa. Tal como sus pies tocaron el suelo el caballo desapareció. – Ahora irás a tu habitación. Y después nos encontraremos para cenar – le dijo el caballero.
Y se esfumó.
La habitación de Pluma también era de aire, pero los muebles parecían cómodos. Encima de una mesa en la que lucían todos los colores del arco-iris había una bandeja trasparente con las frutas más variadas que brillaban como si fueran de cristal. Pero la princesa ni las miró. Sacó de la mochila una avellana.
– Mamá – dijo.
Al instante la avellana se transformó en la bella hada que era su madre.
– Todavía no puedo, aún no – dijo. – Pero te diré lo que tienes que hacer.
La besó y desapareció y Pluma sintió de pronto tanto sueño que sin saber cómo se encontró en la cama. Y por supuesto no oyó los golpes en la puerta ni los gritos de enfado del cabellero negro. Durmió profundamente y tuvo como siempre sueños muy bonitos, de colores.
Por la mañana temprano fue al desierto y se puso sobre la cabeza un grano de arena. No pasó ni un segundo cuando empezó a llover a cántaros.
Durante todo el día Pluma comió chicle, patatas fritas y patinó por las vacías salas del palacio de aire y por la noche sacó la segunda avellana.
– Todavía no, hija – le dijo el hada. – Todavía un poquito más. – Y le reveló el siguiente hechizo.
Por la mañana Pluma fue otra vez al desierto y se puso una gota de lluvia en la cabeza y al instante allí donde la vista alcanzaba la arena mojada se cubrió de hierba verde.
La tercera noche su madre le dijo:
– Esto ya es casi el final.
Por la mañana Pluma se puso en el pelo una ramita de hierba e inmediatamente creció una pradera alrededor.
Pero la cuarta noche su madre no vino.
No había una cuarta avellana en la mochila.
En cambio detrás de la ventana había crecido un extraño tulipán negro.
– ¿Quién eres? – le preguntó asombrada la niña.
– Soy un avellano – le dijo el tulipán. – Riégame y me crecerán un millón de avellanas todavía más bonitas que las tuyas.
– ¡No es verdad! – exclamó Pluma y arrancó la flor.
Pero el tulipán ya había desaparecido. En su lugar había un chico muy guapo de pelo dorado, ojos azules y mejillas sonrosadas, completamente diferente al caballero negro.
– Gracias, Pluma – dijo sonriendo. – Eres valiente y sabia. Me has desencantado, a mí y a mi país. Soy el rey y me llamo Hilario. ¿Quieres ahora casarte conmigo?
– Con mucho gusto – le contestó la niña. – Pero, ¿no será mejor esperar un poco?
– En ese caso te llevaré a tu casa. Pero coge esta hoja. Está encantada y nunca se marchitará. Bastará con que la toques y al instante apareceré a tu lado.
La princesa estaba impaciente por encontrarse otra vez en el castillo, a ser posible en el momento de la cena. Tres días de patatas fritas de bolsa y de masticar chicle le habían hecho tener hambre de verdad.
Subieron a un caballo verde como la hierba y galoparon hasta el castillo del rey Alejandro, pero el castillo ya no era de piedra sino de árboles y de hojas. En lugar de la corona de oro Alejandro llevaba en la cabeza una corona de ramas y a su lado estaba Leticia. Con el pelo marrón, los ojos verdes y las mejillas sonrosadas.
– ¡Querida hija! – le dijo. – Tú también eres como yo. – Y le dio un espejo de agua.
Era verdad, Pluma ya no era blanca, sino parecida a su madre.
Después Leticia dio una palmada y apareció entre los árboles una mesa con los manjares más variados. Cuando todos se saciaron se fueron a dormir y por la mañana se bañaron en el lago. Y así vivieron felices y contentos, día tras día.
De vez en cuando Pluma sacaba de su mochila la hoja y entonces llegaba Hilario en su caballo verde y la llevaba al prado del palacio que ya no era de aire, sino de flores y hierbas. Allí preparaban magníficos bailes para la gente y para las hadas, bailaban, cantaban, comían, bebían y se contaban chistes. Y cuando se hicieron mayores se casaron. Vivían a veces en el prado, a veces en el bosque y seguramente así viven hoy todavía.
No murió tampoco el rey Alejandro con su corona de ramas ni su mujer Leticia porque las hadas, sus maridos, y sus hijos no mueren nunca. Como mucho se van a vivir a los cuentos.


traducción de Carmen Azúar

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